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11 agosto 2006

Diarios desde la torre.( Acercamientos y bocetos )

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Sólo me estaba pidiendo una respuesta, y eso era lo que me aterraba. Carla no me daba opciones: o mis amigos o ella. No tenía salida, debía contestarle, la verdad era dolorosa.

Mis amigos, Cony y Galán. Llegué a conocerles viviendo bajo un mismo techo; vivían conmigo desde que me cansé de estar sólo en el señorial piso de mis difuntos abuelos. Me cansé de habitar la torre y de ser un ermitaño ilustrado que vivía en la rivera norte, junto al caudaloso río. Puse un anuncio y me llamaron, el piso se me hacía vacío y ellos lo llenaron de vida.

Recuerdo que cada amanecer tenía esa extraña sensación sobre mi estómago; aunque amaneceres no veía muchos. Me recuerdo como una cerveza con patas, una farmacia andante, así que no veía muchos amaneceres, más bien me levantaba a la hora de comer, Cony siempre hacía la primera comida del día. Yo no comía mucho y estaba trastornado por tanto sufrimiento, el sufrimiento que arrastraba desde mi último curso en la universidad…, pero ese es otro tema.

Mi cuerpo era un manojo de nervios y ansiedad paralizantes; pero ellos me trajeron un estado menos triste, me trajeron la azul melancolía, dejando atrás la depresión y el castigo, instalándome en un abandono menos doloroso, ergo nada fructífero. Inmerso en el azul, el mundo tomó una belleza rara y enfermiza. Estuve así, mecido, cuatro meses, hasta que en una iluminación sacudió mimente dormida. Me puse a escribir, ahora con sana lucidez, sobre mis sueños, en los que encontré a un chico llamado Dovo que se presentaba como un alter ego de mi conciencia, me hice amigo de él y fui conociéndole tanto, tanto, que me poseyó, dando lugar a un estado alterado de conciencia. Todo natural, había dejado las drogas, y ya no sentía miedo al mundo, no tenía miedo a nadie ni a nada, Dovo me trajo la vitalidad, y di la espalda a la conciencia, por cuya orilla caminé, tiempo ha, y de tanto caminar enfermé. Dí la espalda a la oscuridad, a lo siniestro, a la muerte, a la nada… a la conciencia.

Es por eso que sufro mientras pienso mi respuesta para Carla. Al fin y al cabo, ella me sacó de el caserón en ruinas que heredé de mis abuelos, de esa casa con torreta lúgubre desde la que escribo estos diarios a fecha de Marzo del año seis, porque he vuelto, he vuelto a la torre porque el Ayuntamiento quiere recalificar estos terrenos para hacer una urbanización de adosados.

Me ofrecieron seis cifras gordas los sátrapas y usureros del Ayuntamiento, después de meses de juicios. Llegué a aceptar la propuesta pero el día anterior a la firma, me eché atrás, no pude vender la casa que construyó mi bisabuelo cuando vino de Pensilvania, de visitar a un amigo con el que combatió en la primera guerra mundial, a su vuelta construyó una casa igual a la de la madre de su amigo.

Llegué a conocer a mi bisabuelo, era juez, o lo fue, luego tuvo una privilegiada situación económica que le hizo comprar tierras en la rivera norte de la ciudad, y con el tiempo construyó este templo en los que hemos nacido las tres últimas generaciones de mi familia. Aún recuerdo cuando mis padres me dejaban con mis abuelos en el caserón, antes de que se incendiara. Mi abuelo y mi padre nunca me dijeron nada de ello, pero mi abogado y yo hemos investigado entre los papeles del Ayuntamiento, jugándose el cuello mi primo Peyo, concejal de IU, para acceder a esos documentos urbanísticos del año 88, año en el que se incendió la casa cuando mis abuelos estaban de viaje; pero eso es otro tema; otro día.

Carla no entiende mi decisión puramente ética de volver a la torre, no concibe tampoco que mis compañeros ya no trafiquen con alcaloides; ahora sólo cultivamos marihuana en los dos cuartos libres, pero sólo vendemos si…, bueno, no; la verdad es que vendemos a los conocidos de Cony y Galán… viven de eso, les he dejado el piso para ellos, pero es mi casa, donde me he criado.

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